Amalia, que camina despacio, casi de puntillas, envuelta en
su propio mundo. Los pasos de cebra no la desconcentran, el claxon de los
coches no la distrae. Camina despacio, envuelta de su mundo, a salvo dentro de
su abrigo rosa. Con sus zapatillas de andar por casa, con un lacito nacarado,
salta de adoquín en adoquín.
Luego entra en el bar de la esquina y se pide una
coca-cola, mientras se ajusta la pinza que sujeta su pelo desordenado. Sale afuera y roe las cáscaras de las pipas porque aún no ha
aprendido a pelarlas ¡Amalia! ¡Que tienes 54! -le gritan los viejos del barrio
entre risas. Pero Amalia está en su mundo; saborea con prisa la sal que dejan
las pipas en su boca, mientras comienzan a llegarle retazos de las conversaciones de afuera. Oye tantas voces que mira aterrada hacia todas partes, sin
conseguir distinguir de dónde procede todo ese barullo. Así que rodea con
nerviosismo su bol de pipas mientras agarra el vaso y espera debajo del marco
de la puerta a que pase el terremoto ¡Amalia! ¡Déjame salir!
Todas las pipas caen al suelo y Amalia, nerviosa, se aplasta el pelo contra la nuca y echa a correr entre saltitos y los choques torpes de sus tobillos.