Desde la autopista se ven las
luces de algunas casas, puntos parpadeantes que se mueven en la oscuridad. A
parte de eso y de las luces del coche abriéndose camino, tal y como lo haría un
cortacésped al adentrarse en un jardín de aspecto selvático, nada más. Me
entretengo retransmitiendo la secuencia de mi cortacésped motorizado de segunda
mano; conduzco abriéndome paso a través de un páramo negro azulado; avanzando,
aplastando, moliendo y cortando tallos inexistentes, cubriendo el último tramo
iluminado por el vehículo y volviendo a crear el paisaje de líneas blancas y
asfalto, una y otra vez.
Pero pronto se convierte el juego
en algo monótono y aburrido, y la cabeza comienza a pesarme demasiado. El
silencio es tal, que en sí mismo, crea un sonido. No se escucha el motor, no
pasan otros coches, no hay pájaros. Me encuentro en una cápsula del
espacio-tiempo; puedo oír cómo mi corazón bombea sangre, mi nuez subiendo y
bajando y cómo pasa, a duras penas, la saliva por mi garganta seca. Poco a
poco, el insecto del silencio, comienza a golpearme los oídos. Doy un volantazo
para coger la primera salida.
La mayoría de los pueblos que
crecen a las entradas de estas macrocarreteras han ido consumiéndose hasta
conformar una extraña arquitectura; atravieso un corredor de casas vencidas,
fachadas desconchadas y ventanas descolgadas. Un cementerio con chimeneas. Es
paradójico, ya que crecieron gracias a una carretera y ahora, son abandonados
por culpa de otra.
Según voy alejándome del núcleo,
las casas aparecen cada vez más dispersas, el número de farolas disminuyen y
las aceras terminan abruptamente. Cuando quiero darme cuenta, vuelvo a estar en
el mismo jardín de antes. Completa oscuridad, excepto por una luz, que a modo
de spray rojo se mueve a lo lejos.
Pienso en un puticlub, en un
Tucán Rojo CLUB, en letras fucsias y verdes, parpadeando. Con dos coches
blancos esperando a la entrada, llena de baches y barro, gravilla mal fijada y
ruedas y deshechos abandonados.
Cuando me doy cuenta, estoy
parado delante de una parada de autobús. En medio de la nada. En total
oscuridad. Excepto por una luz roja en el techo, como las de los coches
patrulla, que se mueve en silencio. No sé qué coño está pasando aquí. Y el
estómago se me encoje. Y yo me encojo un poco, a quién voy a engañar. El caso
es que he parado y no consigo volver a arrancar el coche. Tengo las manos
empapadas de sudor y las aristas de la llave se me clavan en la carne, pero no
soy capaz de girarla.
El viento sopla y levanta la
cortina que cubre la parte frontal de la marquesina. Hay un hombre sentado.