Redes (I)


Desde la autopista se ven las luces de algunas casas, puntos parpadeantes que se mueven en la oscuridad. A parte de eso y de las luces del coche abriéndose camino, tal y como lo haría un cortacésped al adentrarse en un jardín de aspecto selvático, nada más. Me entretengo retransmitiendo la secuencia de mi cortacésped motorizado de segunda mano; conduzco abriéndome paso a través de un páramo negro azulado; avanzando, aplastando, moliendo y cortando tallos inexistentes, cubriendo el último tramo iluminado por el vehículo y volviendo a crear el paisaje de líneas blancas y asfalto, una y otra vez.

Pero pronto se convierte el juego en algo monótono y aburrido, y la cabeza comienza a pesarme demasiado. El silencio es tal, que en sí mismo, crea un sonido. No se escucha el motor, no pasan otros coches, no hay pájaros. Me encuentro en una cápsula del espacio-tiempo; puedo oír cómo mi corazón bombea sangre, mi nuez subiendo y bajando y cómo pasa, a duras penas, la saliva por mi garganta seca. Poco a poco, el insecto del silencio, comienza a golpearme los oídos. Doy un volantazo para coger la primera salida.

La mayoría de los pueblos que crecen a las entradas de estas macrocarreteras han ido consumiéndose hasta conformar una extraña arquitectura; atravieso un corredor de casas vencidas, fachadas desconchadas y ventanas descolgadas. Un cementerio con chimeneas. Es paradójico, ya que crecieron gracias a una carretera y ahora, son abandonados por culpa de otra.

Según voy alejándome del núcleo, las casas aparecen cada vez más dispersas, el número de farolas disminuyen y las aceras terminan abruptamente. Cuando quiero darme cuenta, vuelvo a estar en el mismo jardín de antes. Completa oscuridad, excepto por una luz, que a modo de spray rojo se mueve a lo lejos.
Pienso en un puticlub, en un Tucán Rojo CLUB, en letras fucsias y verdes, parpadeando. Con dos coches blancos esperando a la entrada, llena de baches y barro, gravilla mal fijada y ruedas y deshechos abandonados.

Cuando me doy cuenta, estoy parado delante de una parada de autobús. En medio de la nada. En total oscuridad. Excepto por una luz roja en el techo, como las de los coches patrulla, que se mueve en silencio. No sé qué coño está pasando aquí. Y el estómago se me encoje. Y yo me encojo un poco, a quién voy a engañar. El caso es que he parado y no consigo volver a arrancar el coche. Tengo las manos empapadas de sudor y las aristas de la llave se me clavan en la carne, pero no soy capaz de girarla.

El viento sopla y levanta la cortina que cubre la parte frontal de la marquesina. Hay un hombre sentado.