La chica se levanta aturdida de
la siesta; una siesta pesada y pegajosa. Una siesta como arena movediza, como
haber viajado al cosmos y volver con un jetlag de un millón de años. Quiere.
Necesita. Llegar hasta la cafetera. La cafetera está en la cocina. La cocina
tras alguna de las puertas de ese inmenso pasillo.
Comienza a andar. Desorientada se
choca contra las paredes, se hace algunos rasguños, casi imperceptibles. Entre
la piel levantada asoman puntitos de sangre que mira aturdida, la carne
comienza a palpitarle. Sigue andando y prueba con la primera puerta, la abre y
en ella encuentra una familia a la mesa. Una familia de domingo, discutiendo,
comiendo, escupiendo saliva y cachitos masticados de carne. Todo es normal; una
familia alrededor de una mesa de familia, con sus platos de familia, sus
líquidos de familia, sus reproches de familia. Es una familia moderna, una
familia modelo. Una familia que se abraza en lo bueno y se abofetea en la
adversidad. Una familia heterogénea; asoman por entre los candelabros, las
fuentes y las copas de vino blanco: una cabeza de cabra, otra de buey, más allá
una de zorra y una vieja oveja pelirroja ¡Ah! Y un pequeño colibrí que golpetea
la cucharilla del postre contra los vasos. Y si levantas los flecos del mantel
veras pezuñas y algunas patas escamadas; nada demasiado humano pero ¡Quién
necesita humanidad sabiendo comer con cuatro tenedores! Como decíamos, una familia progresista y
libre-pensadora, que manda a sus hijos a la universidad y les enseña el camino
adecuado para llegar a la muerte, sanos y salvos.