Siesta (II)


Pero ¡El bullicio! ¡Qué horror! Ese sonido de familia acaba con la cabeza de cualquiera y más, si como nuestra Chica, acabas de despertarte de una siesta de cuarenta Quánteros. Cierra bruscamente la puerta y sigue andando por el pasillo hasta dar con la segunda puerta.

La siguiente puerta esconde un baño. Un baño minúsculo, con azulejos pequeños; un mosaico azul descolorido y descascarillado en algunas zonas. De una esquina, cuelga una jaula de latón y un pájaro amarillo, moteado de naranja mueve nerviosamente sus ojitos negros. Se hace difícil respirar por el vapor. Una chica vestida de majorette tiembla, mientras sujeta un aro de fuego con su mano izquierda. En la otra lleva un látigo, que ondea con poca decisión. Frente a ella, sobre un taburete ridículamente pequeño, un hombre en cuclillas la mira (un hombre muy grande, un hombre hecho y derecho, de pelo en pecho, con mucha barba ¡INCLUSO EN LA ESPALDA!). Sostienen sus miradas un par de minutos, con tanta intensidad, que la habitación comienza a moverse en un vaivén  en el que se entremezclan espirales de vaho y sombras extrañas que surgen del aro en llamas. Él estira lentamente su brazo hacia delante. En su mano aparece una pistola y en la cabeza de ella (¡POP!) una manzana. Los dos tiemblan cada vez más, les castañean los dientes y diversos tics comienzan a manifestarse; parpadeos veloces, calambres en las piernas de ella, espasmos en los brazos de él. Empiezan a llorar, sin dejar de retarse, sin tirar la pistola, sin olvidarse del látigo. Parecen tan enfadados, TAN patéticos que la Chica se asusta y poco a poco se aleja de esa estampa caótica y sinsentido. Cierra con cuidado la puerta.