Le dieron una
cantimplora con agua y otra con una bebida isotónica y la empujaron a la Transfrontera.
El contraste con el paisaje que dejaba atrás la bloqueó. Miles de personas se
apiñaban anónimas, miserables, sucias y sedientas. Allí donde ponía su mirada
sólo veía un único rostro envuelto por una costra de rencor y desconcierto.
Negociaban con avidez y sin bondad, a empujones, alzando la voz por encima del
gentío y de las nubes de polvo, que cada pie sobre la tierra levantaba. En cada
intercambio, ni un minuto para la consideración o la comprensión; empatizar
podía hacerlos vulnerables y débiles, tenían miedo de perderse.
Algunas casas se
arracimaban contra los altos muros de cemento; bloques de tablas, cajas y
cables que mantenían el conjunto en pie a duras penas. Por como crecía la vida
en ese recinto hostil, la prohibición de vivienda parecía más un consejo
paternal, que una oportunidad para la multa o el castigo.
Briana caminaba
aterrorizada, incómoda e incapaz de imaginar qué podría pasar si no lograba
salir de ahí. El sol comenzaba a descender, quedaba poco para el
desmantelamiento de los puestos ambulantes y para que la moratoria para el
asesinato, la tortura y las violaciones, comenzase. Una mano cubierta de tierra
seca, con cuatro uñas ribeteadas de negro, la agarró por el hombro. El puño de
Briana, como un resorte, se contrajo directo a la dueña de esas manos. La
sangre caía sobre el labio inferior de Lea, densa y brillante. Casi al mismo
tiempo gimió un gilipollas y la
arrastró entre el bullicio que comenzaba a romper la crisálida abotargada en la
que parecía vivir, para fijarse en ellas.
Mientras Briana
corría, sin saber qué quería de ella y temiendo que fuera un Kerbero, Lea, a la
que le costaba poder con el peso muerto de la otra, dobló el cuello de su parka,
dejando visible un mechón de pelo blanco. Rápidamente volvió a cubrirlo, esa
era la marca de los Vínculos. El cuerpo de Briana se relajó por completo,
incluso se adaptaba mejor al contorsionado baile de la Transfrontera. El número
de personas no era tan agobiante como por la mañana y aun así venían a su mente
imágenes de documentales narrando ríos metalizados de hormigas, que sin
descanso cargan hojas y terrones de tierra que superan con creces su peso.
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