El rancho (V)

Cuando me informaron de mi expulsión no lo sentí demasiado. No podía ver la diferencia entre estar aquí o en cualquier otro lugar. Me encogí de hombros, metí un par de cosas en la mochila, abracé a los pocos amigos que me quedaban, pensé en llamar a mis padres y traté de ponerme en contacto con mi hermano.

Han diseñado las fronteras para crear una falsa impresión de cordialidad y cercanía; «El lugar común», anuncian con sorna los carteles a la entrada. Ya no son una alambrada acabada en pinchos o un paso fronterizo con policías y perros intimidantes. El espacio ha aumentado entre un país y el siguiente. Se permite toda clase de negocios, en un limbo de legalidad.

Y a pesar de todo, allí no hay infraestructuras, adoquinado o alumbrado, no hay fuentes, ni bancos en los que descansar. Todo dura lo necesario o hasta que no queda luz. Crecen por las mañanas hasta que el reloj de arena se queda sin polvo, para que a la mañana siguiente todo vuelva a comenzar.

Las naciones han comprendido cómo funciona la información, los chismorreos y las manifestaciones, la mala publicidad ya no existe. Ahora sus actuaciones son mucho más sutiles y peligrosas, apenas hay filtraciones o noticieros veraces. Es imposible tener una idea clara y fiable de lo que pasa. El acoso es disfrazado de oportunidad; delante de nosotros se perfila un futuro tambaleante y árido en el que no queda tiempo para el nervio.

Encontrar una esquina o recodo en el que agazaparse y pasar la noche en ese ancho corredor de cemento y polvo, es casi imposible. Y aún en caso de encontrar algo, nada te garantiza no toparte con alguna de las bandas de mercenarios contratadas por los gobiernos. Tipos como los Kerberos, con sus cascos cubiertos por largas plumas de cuervo, pasean sin control y seguros, sus sombras se alargan contra el reflejo de las luces rojas que protegen la transfrontera, formando una cárcel dentro de otra.

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