Perros en Cadaqués

K. me mira desde abajo mientras se ata los cordones de las zapatillas. Con la voz enronquecida, como para sí, masculla: se está haciendo tarde. Lo cierto es que nadie sabe que hemos llegado a la ciudad. Tampoco tenemos ningún sitio al que ir. Pero K. sigue mirándome y apremiante, con la voz endurecida, apretando un poco la mandíbula, vuelve a repetir: vamos a llegar tarde.

Desde que tuvo edad para tener miedo a las alturas K. ha trabajado limpiando cristales. Entre el frío de la colcha y nuestra soledad, una noche me contó susurrándome al oído cómo descubrió que no hay nadie esperándonos, por cómo miraban los ojos vacíos del otro lado hacia los ventanales semitintados. A veces hacía pajaritas de papel y las colaba entre las rendijas de las ventanas en oscilo, aunque no estaba seguro de si había alguien que entendiera el juego; tenía la impresión de que sólo las recogían para estrujarlas y tirarlas a las papeleras. Al final, triste, me confesó que hay tantas cosas que le dan pena que algunos días tiene miedo de que todo empiece a darle igual.

A K. le gusta seguir la geografía de los mapas del metro, embarcar el dedo índice en Ciudad Jardín y desembarcar en Buenos Aires. Lo miro mientras lo hace; me gustan los pliegues que hace la camiseta en los hoyuelos de su espalda y las dobleces del pantalón en su culo. Se gira de golpe y me asusta. Se le ha ido lejos la mirada, me coge del brazo y tira de mí. Vamos tarde, vuelve a repetir.

A este lado del Atlántico todo se vuelve confuso. Corremos por las calles pero por mucho que nos esforzamos parece que todo queda siempre demasiado adelante. Veo un rostro deformado por la prisa de nuestra carrera, a través de los cristales de una cabina. Y él, al igual que yo, se pregunta a dónde vamos. K. no me mira, va delante de mí tirando de mi reticencia. Se me enganchan las punteras de goma de las zapatillas a los adoquines levantados. Y la lluvia comienza a caer. Un perro trata de liberarse de la correa para protegerse del aguacero. Y nadie escucha sus ladridos. Un hombre en una esquina sujeta un cartel alrededor de su cuello; mujer e hijos, no tengo trabajo. Pero sólo grita: ¡Perdonadme, perdonadme! Cae de rodillas en el adoquinado, sus manos levantan una oleada de pequeñas gotitas.

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