El chándal de felpa roja

Víctor llega hasta el cuarto gateando. Con un hombro empuja la puerta entornada y mira con atención el espacio que se despliega ante él. Una galería con el techo cubierto de vigas de madera maciza y suelo de parqué, bañada en cal y en la que se alternan mesas, sillas, armarios y maniquís cubiertos de retales, chinchetas, metros e hilos de diferentes colores.

Víctor arrastra su chándal rojo de felpa por entre las pelusas de polvo, las agujas perdidas y los arañazos de luz que entran por los cristales. Ya desde más cerca, observa a su tía ir y venir desde el maniquí hasta su puesto: toma medidas, las anota en un trocito de papel de estraza, con un lapicero minúsculo y mordisqueado, frunce un poco la tela, estira el sobrante de los hombros, tira de los bajos y clava un par de alfileres, acercando su nariz chata tanto, que tan sólo debe ser capaz de percibir un baile de sombras rosadas y grises. A Víctor, que observa su estúpida y desbordante figura agachada a los pies del maniquí, le entra la risa y tiene que sofocar la carcajada contra su brazo. Aunque no estuviese casi ciega no lograría evitar los pinchazos en sus dedos rechonchos, ni los exagerados y estúpidos botes cuando esto sucede (Víctor ha aprendido hace poco esta palabra y la usa para casi todo, aunque sobre todo para referirse a su tía). Estúpida morsa vestida de persona.

Aprovechando que su tía busca nosequé en el armario, se acerca hasta donde sienta su gordo y floreado culo. Con la palma de la mano acaricia la superficie de la silla evaluando con la mirada el éxito de su plan. Seguidamente, saca del bolsillo de su pantalón una cajita azul de plástico translúcido. Desenrosca la tapa, tratando de no hacer ruido y que los alfileres no choquen entre sí. Alza la mirada hacia donde se encuentra su tía y controlando su respiración, va colocando los alfileres entre las rendijas de madera que componen el asiento. Cuando le parecen suficientes, se empuja con el pie izquierdo hacia el fondo de la mesa y resbala por el suelo hasta apoyar su espalda contra el ángulo recto que forman mesa y pared y bajando la cabeza un poco, cabeceando tal y como ha visto hacer en las películas del oeste, con calma, mascando el aire, espera.

Observa cómo la grasa se desplaza rítmica y acompasadamente cada vez que su tía se mueve. Le resultaba hipnotizante ¡Como la lámpara de lava de Jaime! Una lámpara de lava en colores pastel, metomentodo y estúpida. Sus tobillos mórbidos forman caritas extrañas, cada vez que da un paso.
Su gordo culo desciende a cámara lenta: flexionando quejosamente sus rodillas llenas de bultos de grasa, con hileras de pelos negros que ha olvidado depilar, sus gemelos se van inflando como globos. Y al fin, al fin… las maderas crujen con cada uno de los saltos que su tía da, los gritos se extienden por la habitación y Víctor desde su escondite va recordando cada uno de los desprecios que su tía le ha ido haciendo durante toda su vida.


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