Desde el balcón, en cuclillas e
intentando que la respiración no tape ningún dato importante de su
conversación, los escucho. Las barandillas están cubiertas por una tela que me
recuerda a una tira extragigante de nori. Por los agujeritos que los pájaros y
una servidora hemos ido construyendo, se cuela la luz de las farolas. Intento
borrar las marcas de luz sobre mi piel. Entre eso, mis propios pensamientos y
que su conversación se produce en términos de cuchicheos, apenas logro captar
algo de lo que se dicen. Me muevo un poco para poder enfocarlos desde uno de
los agujeros de la malla. La luz amarillenta dibuja sombras planas y vacíos
negros en sus figuras.
Sentados. Él con la espalda muy
recta y las manos en los bolsillos. Ella un poco más inclinada, apoyando sus
codos en las rodillas. Han dejado de hablar, ahora miran fijamente como hacia
adentro, puedo sentir el silencio
formarse como si fuera el agua alrededor del ahogado. Envolviéndolos,
presionándolos, hinchando la proporción de sus cuerpos. A ratos uno de ellos
abre un poco la boca, boqueando vuelve a cerrarla o carraspea. En un
determinado momento se me escapa una risita cuando oigo que uno dice: No sé qué
decir y el otro contesta: Ni yo.
Al final empiezan a explicarse a
trompicones; tristes e incómodos. No entre ellos. Si no con ellos. Cada uno
consigo mismo. Como apenas los escucho tengo que inventarme su historia. Pero
estoy casi segura, de que son de los que van corriendo a todas partes, lo tocan
todo, lo cogen todo, ven y escuchan de todo, acumulando montoncitos de todo que
no comprenden hasta que dejan pasar el tiempo y se van alejando y es entonces,
cuando comienzan a sentir lo que tocaron, a sopesar lo que cogieron, a mirar lo
que vieron. Tienen que asimilar kilos de todo en poco tiempo y se hacen
viejitos de un día para otro. No es demasiado obvio, porque para seguir su
carrera no pueden dejarse ver del todo, se muestran así un poco de lado, justo
a la hora en la que el sol resbala en las esquinas de los edificios, creando
triángulos isósceles, que son perfectos, áureos, divinos, estéticos, brillantes
y que a la distancia adecuada cortan como el cuchillo.
Vuelvo adentro, antes de que la
escena me toque demasiado. Descuelgo el teléfono y marco.
¡Hola! Teléfono de la
Esperanza ¿Qué tal?
¿Elisa? Soy…
No ¡Lo siento! Elisa está de
vacaciones, soy Paula, dime, qué te ocurre.
Oh… uhjmm, bueno, nada nuevo, lo
de siempre.
Tienes que explicarme un poquito
más, si no, no podré ayudarte.
Ehmm, bueno, no puedo salir de casa.
¿Te has quedado encerrada? ¿Hay
alguien que te impide salir?
No, no, qué va. Soy agorafóbica.
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