Agosto

Desde el balcón, en cuclillas e intentando que la respiración no tape ningún dato importante de su conversación, los escucho. Las barandillas están cubiertas por una tela que me recuerda a una tira extragigante de nori. Por los agujeritos que los pájaros y una servidora hemos ido construyendo, se cuela la luz de las farolas. Intento borrar las marcas de luz sobre mi piel. Entre eso, mis propios pensamientos y que su conversación se produce en términos de cuchicheos, apenas logro captar algo de lo que se dicen. Me muevo un poco para poder enfocarlos desde uno de los agujeros de la malla. La luz amarillenta dibuja sombras planas y vacíos negros en sus figuras.

Sentados. Él con la espalda muy recta y las manos en los bolsillos. Ella un poco más inclinada, apoyando sus codos en las rodillas. Han dejado de hablar, ahora miran fijamente como hacia adentro, puedo sentir  el silencio formarse como si fuera el agua alrededor del ahogado. Envolviéndolos, presionándolos, hinchando la proporción de sus cuerpos. A ratos uno de ellos abre un poco la boca, boqueando vuelve a cerrarla o carraspea. En un determinado momento se me escapa una risita cuando oigo que uno dice: No sé qué decir y el otro contesta: Ni yo.

Al final empiezan a explicarse a trompicones; tristes e incómodos. No entre ellos. Si no con ellos. Cada uno consigo mismo. Como apenas los escucho tengo que inventarme su historia. Pero estoy casi segura, de que son de los que van corriendo a todas partes, lo tocan todo, lo cogen todo, ven y escuchan de todo, acumulando montoncitos de todo que no comprenden hasta que dejan pasar el tiempo y se van alejando y es entonces, cuando comienzan a sentir lo que tocaron, a sopesar lo que cogieron, a mirar lo que vieron. Tienen que asimilar kilos de todo en poco tiempo y se hacen viejitos de un día para otro. No es demasiado obvio, porque para seguir su carrera no pueden dejarse ver del todo, se muestran así un poco de lado, justo a la hora en la que el sol resbala en las esquinas de los edificios, creando triángulos isósceles, que son perfectos, áureos, divinos, estéticos, brillantes y que a la distancia adecuada cortan como el cuchillo.

Vuelvo adentro, antes de que la escena me toque demasiado. Descuelgo el teléfono y marco. 

¡Hola! Teléfono de la Esperanza ¿Qué tal?
¿Elisa? Soy…
No ¡Lo siento! Elisa está de vacaciones, soy Paula, dime, qué te ocurre.
Oh… uhjmm, bueno, nada nuevo, lo de siempre.
Tienes que explicarme un poquito más, si no, no podré ayudarte.
 Ehmm, bueno, no puedo salir de casa.
¿Te has quedado encerrada? ¿Hay alguien que te impide salir?

No, no, qué va. Soy agorafóbica.

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