D-730


Me arrodillo despacio, como en una especie de ritual. Un ritual interior y pesado, al que sólo yo le encuentro sentido. Fue el viejo Corcza quien me enseñó a mentir. No es mentir, me decía, es sobrevivir. Ahora estoy aquí, delante de este altar, que no me pertenece a mí, ni a mi educación, ni a la sangre que corre por mis venas, que no tendría que significar nada para mí, ante el cual no debería bajar la cabeza, porque no es mío, porque no le debo nada. Sin embargo, al igual que aquellos que sienten pánico al hablar en público y se valen de muletillas, de frases hechas y algunos tics, como náufragos agarrados a unas tablas de madera, yo me valgo de supersticiones infantiles para hacer la vida. Invenciones que creé y con las jugué durante los largos periodos en los que mis padres abandonaban la ciudad y yo quedaba al cargo de una tía totalmente incapacitada para dar algo más que comidas. Así, bajo la cabeza y de rodillas, con las manos juntas, en un puño, rezo y miento. Rezo y pido. Rezo y me culpo. Y vuelvo a mentir ante un dios que no es el mío, pensando que si existe un dios, han de ser muchos y todos estarán en la misma estancia, compartiendo el té o el café o lo que sea que tome un dios a las cinco de la tarde.
 

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Hace unos días me acerqué a una de esas tiendas de ropa en las que se entra con cierta culpabilidad; por los zapatos mojados, por no saber qué hacer con las manos, porque todo brilla demasiado. Buenos días, venía a recoger un pantalón gris, de caballero, la semana pasada lo dejé aquí para que le cogieran los bajos. El chico desaparece en la planta baja del local, con un enseguida mascullado. Mientras lo esperaba di unas vueltas alrededor de los diferentes mostradores de madera; manos atrás, manos adelante, manos a los lados, balanceándose levemente. Observando el cristal rayado por botones y monedas que saltan de las carteras y muescan el vidrio. Veinte o veinticinco minutos más tarde el dependiente reaparece, azorado. No encontraba el pantalón; me devolverían el importe correspondiente, podría escoger uno parecido de entre los que había en la tienda, aunque claro nunca es lo mismo. Lo que usted prefiera. No, déjelo, está bien. Insistía con la mirada culpable. Yo me repasaba los labios con la lengua mientras jugueteaba con la tensión del momento; los silencios, los ojos alzados hacia arriba, mordiéndome los carrillos por dentro, resoplando un poco, que quedase claro mi disgusto. Cuánto tiempo hacía qué. Los tíos culpables, esa clase, esa forma de pedir perdón con la mirada, con la vida escondida entre los hombros, demasiado alzados, y la cabeza, demasiado gacha. Ese gesto, que aleja y atrae, que invita a cogerlos por las solapas, a acariciarles el cabello, a abofetearlos, a patearles, a gritarles, a besarlos, a olvidarse de su nombre pero conservar la muesca de su mirada, a odiarlos por dejarse torturar con esa calma, esa docilidad. Finalmente, claro, le dije que no pasaba nada, que no se preocupara, que le pasa a cualquiera.


Repetí la operación en diversos establecimientos de la ciudad. Este fue mi entretenimiento durante semanas. En todas las ocasiones, volvían a mí contrariados, culpándose, ofreciéndome múltiples soluciones siempre beneficiosas para mí. Yo me volvía hacia la puerta, hacia las ventanas, mientras le quitaba importancia al asunto. Nadie entendía nada.


Esos bajos, ese pantalón, nunca necesitaron un arreglo. En realidad, no había ningún pantalón. Ni gris marengo, ni azul cobalto. Ningún caballero me había pedido que los fuera a recoger. Nunca habían existido. Y nadie desconfiaba de mí, nadie hacía preguntas, aceptaban el error, se suponían culpables. No esperaban una traición por mi parte. Supongo que es por esto que Corcza me escogió a mí. Cargo con tanto odio dentro que ni siquiera se notan mis intenciones. La malicia, las ganas de mis uñas por lanzarse a la primera cara que ven pasar. Camino, y entre el mundo y yo, siempre una mano de plástico transparente  que me muestra todo esto en un gesto desenfocado, alejándolo todo tanto, de una forma tan absurda, que tengo que utilizar estos pequeños juegos para recordarme cómo funcionan las cosas aquí; nadie me conoce, nadie sabe de dónde vengo, y, sin embargo, todos esperan lo mejor de mí. Esa es la diferencia entre ellos yo.


Realmente, no sé para qué necesita la humanidad a alguien como yo.


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En el barrio a las cinco de la mañana no ocurre nada. Se trata de una sucesión de casas adosadas, que buscan ganar en individualidad, con fachadas pintadas de diferentes colores y alternando el gotelé, los ladrillos y la piedra. Tampoco ocurre nada a las cinco de la tarde, a parte de los niños vestidos con chándales, alternando el fucsia con las rodillas manchadas de sangre, los gritos de los padres con el de sus carcajadas. Aquí los días pasan porque las chaquetas de los presentadores del telediario cambian o porque las versiones de prueba de los programas caducan.

M. ha vuelto a las andadas. Pasea por las calles sin propósito. Quedándose anestesiada en los semáforos, mirando a ninguna parte, sin entender por qué la gente pasa a su lado casi corriendo. Fuma más y bebe peor. Ha rescatado ese gesto tan suyo, que hacía tiempo que no le veía. Se agarra el vientre con una mano, como si de esa forma fuera a evitar desbordarse. También se escabulle por las noches. Supongo que por el día también, pero es diferente, durante el día sólo se esconde.

A las cinco de la mañana todo está congelado. No hay nada que hacer aquí, ni siquiera hace falta tener miedo. Siguió caminando, hasta que la sucesión de casas se transformó en bloques de edificios de cinco plantas, de ladrillo rojo. Las viviendas comienzan a ras de suelo. Con balcones que invitan a entrar, sin desconfianza. No hay verjas y los muros son bajos.


Se agarró a los barrotes de uno de los balcones y saltó dentro. Trató de abrir la puerta corredera de la terraza, pero no pudo. También las ventanas de la cocina estaban cerradas. Se encendió un cigarro, pensando que su noche había terminado, pero el rostro de Corcza volvió a su cabeza y casi sin pensar, se estiró hasta apoyar una de sus rodillas en el alféizar de la ventana, unos centímetros por encima del reposabrazos de hierro, cogió impulso con el otro pie. Haciendo un poco de fuerza, consiguió desencajar la ventana y entrar al baño. Se movía por la casa con ligereza, como si conociera su estructura de antemano. Todo su cuerpo se puso en estado de alerta, segundos después una sirena comenzó a sonar.

Como casi todo. Se esforzaba por alejarse de sí misma y de todo lo que suponía convivir con ella. Una vez dentro de la casa, se movía con sigilo. Abría los cajones. Sus ojos pasaban de una esquina a otra, ávidos. Miraba dentro los armarios, destapaba las cajas… Hundió su mano en el bote de café de la cocina. Nunca se sabe dónde pueden esconder información, direcciones… – Recordaba la voz de Calegh. Aportó con su mano ese recuerdo y volvió a concentrarse en su tarea sin propósito.

Al final, exhausta, acabó por sentarse en el borde de la cama del niño, mirándolo. Si la hubieran descubierto en ese momento, la habrían acusado de perturbada. Yo sé, que simplemente estaba jugando. Lo miraría tranquila, como quien mira el vibrar del zapatero apoyado sobre el agua quieta del río. Y nada le habría gustado más que tener una razón para justificar la huida.

Volvió a la calle, con las manos en los bolsillos.

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