Me arrodillo despacio, como en una
especie de ritual. Un ritual interior y pesado, al que sólo yo le encuentro
sentido. Fue el viejo Corcza quien me enseñó a mentir. No es mentir, me decía,
es sobrevivir. Ahora estoy aquí, delante de este altar, que no me pertenece a
mí, ni a mi educación, ni a la sangre que corre por mis venas, que no tendría
que significar nada para mí, ante el cual no debería bajar la cabeza, porque no
es mío, porque no le debo nada. Sin embargo, al igual que aquellos que sienten
pánico al hablar en público y se valen de muletillas, de frases hechas y
algunos tics, como náufragos agarrados a unas tablas de madera, yo me valgo de
supersticiones infantiles para hacer la vida. Invenciones que creé y con las
jugué durante los largos periodos en los que mis padres abandonaban la ciudad y
yo quedaba al cargo de una tía totalmente incapacitada para dar algo más que
comidas. Así, bajo la cabeza y de rodillas, con las manos juntas, en un puño,
rezo y miento. Rezo y pido. Rezo y me culpo. Y vuelvo a mentir ante un dios que
no es el mío, pensando que si existe un dios, han de ser muchos y todos estarán
en la misma estancia, compartiendo el té o el café o lo que sea que tome un
dios a las cinco de la tarde.
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Hace unos días me acerqué a una de esas tiendas de ropa en las
que se entra con cierta culpabilidad; por los zapatos mojados, por no saber qué
hacer con las manos, porque todo brilla demasiado. Buenos días, venía a recoger
un pantalón gris, de caballero, la semana pasada lo dejé aquí para que le
cogieran los bajos. El chico desaparece en la planta baja del local, con un
enseguida mascullado. Mientras lo esperaba di unas vueltas alrededor de los diferentes
mostradores de madera; manos atrás, manos adelante, manos a los lados,
balanceándose levemente. Observando el cristal rayado por botones y monedas que
saltan de las carteras y muescan el vidrio. Veinte o veinticinco minutos más
tarde el dependiente reaparece, azorado. No encontraba el pantalón; me
devolverían el importe correspondiente, podría escoger uno parecido de entre
los que había en la tienda, aunque claro nunca es lo mismo. Lo que usted
prefiera. No, déjelo, está bien. Insistía con la mirada culpable. Yo me
repasaba los labios con la lengua mientras jugueteaba con la tensión del
momento; los silencios, los ojos alzados hacia arriba, mordiéndome los
carrillos por dentro, resoplando un poco, que quedase claro mi disgusto. Cuánto
tiempo hacía qué. Los tíos culpables, esa clase, esa forma de pedir perdón con
la mirada, con la vida escondida entre los hombros, demasiado alzados, y la
cabeza, demasiado gacha. Ese gesto, que aleja y atrae, que invita a cogerlos
por las solapas, a acariciarles el cabello, a abofetearlos, a patearles, a
gritarles, a besarlos, a olvidarse de su nombre pero conservar la muesca de su
mirada, a odiarlos por dejarse torturar con esa calma, esa docilidad.
Finalmente, claro, le dije que no pasaba nada, que no se preocupara, que le
pasa a cualquiera.
Repetí la operación en diversos establecimientos de la ciudad.
Este fue mi entretenimiento durante semanas. En todas las ocasiones, volvían a
mí contrariados, culpándose, ofreciéndome múltiples soluciones siempre
beneficiosas para mí. Yo me volvía hacia la puerta, hacia las ventanas,
mientras le quitaba importancia al asunto. Nadie entendía nada.
Esos bajos, ese pantalón, nunca necesitaron un arreglo. En
realidad, no había ningún pantalón. Ni gris marengo, ni azul cobalto. Ningún
caballero me había pedido que los fuera a recoger. Nunca habían existido. Y
nadie desconfiaba de mí, nadie hacía preguntas, aceptaban el error, se suponían
culpables. No esperaban una traición por mi parte. Supongo que es por esto que Corcza me
escogió a mí. Cargo con tanto odio dentro que ni siquiera se notan mis
intenciones. La malicia, las ganas de mis uñas por lanzarse a la primera cara
que ven pasar. Camino, y entre el mundo y yo, siempre una mano de plástico
transparente que me muestra todo esto en un gesto desenfocado, alejándolo
todo tanto, de una forma tan absurda, que tengo que utilizar estos pequeños
juegos para recordarme cómo funcionan las cosas aquí; nadie me conoce, nadie
sabe de dónde vengo, y, sin embargo, todos esperan lo mejor de mí. Esa es la
diferencia entre ellos yo.
Realmente, no sé para qué
necesita la humanidad a alguien como yo.
*****************************
En el barrio a las cinco de la mañana no ocurre nada.
Se trata de una sucesión de casas adosadas, que buscan ganar en individualidad,
con fachadas pintadas de diferentes colores y alternando el gotelé, los
ladrillos y la piedra. Tampoco ocurre nada a las cinco de la tarde, a parte de
los niños vestidos con chándales, alternando el fucsia con las rodillas
manchadas de sangre, los gritos de los padres con el de sus carcajadas. Aquí
los días pasan porque las chaquetas de los presentadores del telediario cambian
o porque las versiones de prueba de los programas caducan.
M. ha vuelto a las andadas. Pasea por las calles sin
propósito. Quedándose anestesiada en los semáforos, mirando a ninguna parte,
sin entender por qué la gente pasa a su lado casi corriendo. Fuma más y bebe
peor. Ha rescatado ese gesto tan suyo, que hacía tiempo que no le veía. Se
agarra el vientre con una mano, como si de esa forma fuera a evitar
desbordarse. También se escabulle por las noches. Supongo que por el día
también, pero es diferente, durante el día sólo se esconde.
A las cinco de la mañana todo está congelado. No hay
nada que hacer aquí, ni siquiera hace falta tener miedo. Siguió caminando,
hasta que la sucesión de casas se transformó en bloques de edificios de cinco
plantas, de ladrillo rojo. Las viviendas comienzan a ras de suelo. Con balcones
que invitan a entrar, sin desconfianza. No hay verjas y los muros son bajos.
Se agarró a los barrotes de uno de los balcones y
saltó dentro. Trató de abrir la puerta corredera de la terraza, pero no pudo. También
las ventanas de la cocina estaban cerradas. Se encendió un cigarro, pensando
que su noche había terminado, pero el rostro de Corcza
volvió a su cabeza y casi sin pensar, se estiró hasta apoyar una de sus
rodillas en el alféizar de la ventana, unos centímetros por encima del
reposabrazos de hierro, cogió impulso con el otro pie. Haciendo un poco de
fuerza, consiguió desencajar la ventana y entrar al baño. Se movía por la casa
con ligereza, como si conociera su estructura de antemano. Todo su cuerpo se
puso en estado de alerta, segundos después una sirena comenzó a sonar.
Como casi todo. Se esforzaba por alejarse de sí misma
y de todo lo que suponía convivir con ella. Una vez dentro de la casa, se movía
con sigilo. Abría los cajones. Sus ojos pasaban de una esquina a otra, ávidos. Miraba
dentro los armarios, destapaba las cajas… Hundió su mano en el bote de café de
la cocina. Nunca se sabe dónde pueden esconder información, direcciones… –
Recordaba la voz de Calegh. Aportó con su mano ese recuerdo y volvió a
concentrarse en su tarea sin propósito.
Al final, exhausta, acabó por sentarse en el borde de
la cama del niño, mirándolo. Si la hubieran descubierto en ese momento, la
habrían acusado de perturbada. Yo sé, que simplemente estaba jugando. Lo
miraría tranquila, como quien mira el vibrar del zapatero apoyado sobre el agua
quieta del río. Y nada le habría gustado más que tener una razón para justificar
la huida.
Volvió a la calle, con las manos en los bolsillos.
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